domingo, 4 de abril de 2010

Mis palabras, naturalmente muertas, no pueden explicar que es esto

El hijo de la casa se levanta de su trono, echo de terciopelo y piedra mojada, y se acerca a mí frente y me tira su cruz plateada, la miro venir hacia mí, y la miro atravesar mi cerebrito por lo menos hasta la mitad. Y todo sin abrir los ojos. Y todo sin moverse.

A unas pocas cuadras esta el mar, puedo irme por allá, o tal vez escapar en el tren que sale a la tarde (pero el sabe lo que pienso y lo sabe porque lo dijo hace menos de un minuto).

El se para y yo me hundo en la silla con mi vasito de agua en la mano. Habla de la gente verdaderamente azul, habla del sur, de lo que es el sur, que todo cambia cuando vas al sur. Yo digo: ¿no importa si terminas en Canada? El no me responde, serio.

La muchedumbre (¿pero que muchedumbre?) aplaude y chifla. Parecen fantasmas o gritos que vienen desde abajo de las maderas, de las madera madre. Dice que cuando se fue con el barquero tocando y soplando, le aplasto el cráneo contra el mástil y volvió a esta orilla riendo y cantando. Los únicos que siento que me acompañan, en algunos momentos, son unos tipos en el fondo, pero ellos están en otro tiempo y espacio, y todavia no se si me conocen.

Mis dientes crujen al romperse y temo por mi alma. Finalmente pregunta quien es ese jinete y se va, se va el hijo de la casa.

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